jueves, 23 de diciembre de 2010

Hermenéutica filosófica

El título hermenéutica, como ocurre a menudo con las palabras revidas del griego y adoptadas en nuestro lenguaje científico, cubre muy diversos niveles de reflexión. La hermenéutica designa ante todo una praxis artificial. Esto sugiere como palabra complementaria la tejne. El arte del que aquí se trata es el del anuncio, la traducción, la explicación y la interpretación, e incluye obviamente el arte de la comprensión que subyace en él y que se requiere cuando no está claro e equívoco el sentido de algo. Ya en el uso más antiguo de la palabra[1] se detecta una cierta ambigüedad. Hermes era el enviado divino que llevaba los mensajes de los dioses a los hombres; en los pasajes homéricos suele ejecutar verbalmente el mensaje que se le ha confiado. Pero es frecuente, sobre todo en el uso profano, que el cometido del hermeneus consiste en traducir lo manifestado de modo extraño o inteligible al lenguaje inteligible por todos. Por eso la tarea de la traducción goza siempre de una cierta libertad.

Presupone la plena comprensión de la lengua extranjera, pero aún más la comprensión del sentido auténtico de lo manifestado. El que quiera hacerse entender como intérprete debe traducir el sentido expresado. La labor de la hermenéutica es siempre esa transferencia desde un mundo a otro, desde el mundo de los dioses al de los humanos, desde el mundo de la lengua extraña al mundo de la lengua propia. Pero dado que la tarea del traductor consiste en cumplir algo, el sentido del hermeneuein oscila entre la traducción y el mandato, entre la mera comunicación y la invitación a la obediencia. Cierto que la hermeneia suele significar en sentido neutral una enunciación de pensamientos, pero es significativo que Platón[2] no entienda por este término cualquier manifestación de ideas, sino únicamente el saber del rey, del heraldo, etc., que ofrece el carácter de mandato. En esa línea se puede entender la afinidad de la hermenéutica  con la mántica[3]: el arte de transmitir la voluntad divina se yuxtapone al arte de adivinarla o de prever el futuro mediante signos.

Resulta significativo para el otro componente semántico puramente cognitivo que Aristóteles en el escrito Peri hermeneias se refiera sólo al sentido lógico del enunciado cuando aborda el logos  apophantikos. Esa línea se desarrolla en el mundo griego posterior al sentido puramente cognitivo de hermeneia y hermeneus, y puede significar explicación docta o comentador y traductor. Respectivamente sin duda la hermenéutica como arte sigue connotando aún la más antigua procedencia de la esfera sacral[4]: es el único arte cuyo oráculo debe considerarse decisivo o se acoge con admiración  porque puede comprender y exponer algo que está reservado: un discurso extraño o incluso la opinión no expresada de otro. Es, pues, un ars, como la oratoria o el arte de escribir o la aritmética: más destreza práctica que ciencia.

Esto es aplicable también en ciertas connotaciones tardías del antiguo significado presentes en la reciente hermenéutica teológica y jurídica: son un género de arte o son al menos útiles como recursos para ese arte, e incluyen siempre una competencia normativa: no es solo que los intérpretes comprendan su arte, sino que manifiestan algo normativo: la ley divina o humana.

Cuando hablamos hoy de hermenéutica nos situamos, en cambio, en la tradición científica de la época moderna. En consecuencia, el significado de la hermenéutica está en consonancia con esa tradición, es decir, la génesis del concepto moderno de método y de ciencia. Ahora aparece siempre implícita una especie de conciencia metodológica. No solo se posee el arte de la interpretación, sino que se sabe justificar teóricamente el mismo. El primer documento de la palabra hermenéutica como título de un libro data del año 1654, en Dannhauer[5]. Desde entonces distinguimos entre una hermenéutica filósofo-hermenéutica y una hermenéutica jurídica.

El núcleo de la hermenéutica antigua es el problema de la acción alegórica. Esta es una unión anterior. Hyponoia, el sentido profundo, fue la palabra originaria que designó el sentido alegórico. Esa interpretación  se había practicado ya en el área de la sofística, como afirmó ya A. Tate en su tiempo y confirman textos de papiro más recientes. El contexto histórico subyacente es claro: una vez que perdió credibilidad el mundo de valores de la epopeya homérica, concebido para una sociedad aristocrática, se hace necesario un nuevo arte interpretativo para la tradición. Eso se produjo en la democratización de las ciudades, cuyo patriciado hizo suya la ética de la nobleza. La expresión de la misma fue la idea pedagógica de la sofística: Ulises ocupó el puesto de Aquiles y adoptó unos rasgos sofísticos e incluso en la interpretación helenística  de Homero por el estoicismo.

La hermenéutica al comienzo de la época moderna se practicó también en una motivación formal, en el sentido de que la conciencia metodológica de la nueva ciencia, que utilizó sobre todo el lenguaje de la matemática, dio paso a una teoría general de la interpretación de los lenguajes simbólicos. Debido a su generalidad se consideró como una parte de la lógica[6]. La inserción de un capítulo hermenéutico en la lógica de Chr. Wolff[7] revistió una importancia decisiva para el siglo XVIII. Hubo un interés de tipo lógico-filosófico que aspiraba a fundamentar la hermenéutica en una semántica general. Un primer compendio de la misma aparece en Maier, que tuvo un lúcido precursor en Chladenius[8]. En el siglo XVII, en cambio, la disciplina de la hermenéutica que surge en teología y en filosofía fue fragmentaria por lo general y sirvió a fines más didácticos que filosóficos.


Decir qué es la hermenéutica no significa otra cosa que retornar a la pregunta original sobre la comprensión y dirigirse fenomenológicamente  «a las cosas mismas». En realidad, Gadamer se pregunta por el «ser de la comprensión» o, para expresarle en términos heideggerianos, «en qué modo comprender es ser».  Por eso, el problema relativo al método de las ciencias del espíritu, el comprender, tal y como lo plantea la hermenéutica metódica de Dilthey, es un problema realmente secundario. La especial referencia al mundo propio de las ciencias de la interpretación y la actitud humana frente a sus objetos se podrá entender sólo y cuando se haya captado lo que acontece siempre en el horizonte del mundo de aquel que comprende.

De esta manera la hermenéutica filosófica que desarrolla Gadamer no se refiere a una teoría del arte de comprender o a una teoría del método (de la comprensión), sino más bien a una teoría de la experiencia humana y de la praxis vital, la cual precede a todo comportamiento comprensivo de la subjetividad y a cualquier modo de proceder metódico. En este sentido hay que entender las palabras de Gadamer cuando dice: «Comprender e interpretar textos no es solamente una instancia científica, sino que pertenece con toda evidencia a la experiencia humana del mundo. En su origen el problema hermenéutica no es en modo alguno un problema metódico. No se interesa por un método de la comprensión que permita someter los textos, igual que cualquier otro objeto de la experiencia, al conocimiento científico. Cuando se comprende la tradición, no sólo se comprenden textos, sino que se adquieren perspectivas y se conocen verdades» (VM, 23).

Con ello el problema hermenéutico se circunscribe a un ámbito que trasciende los límites impuestos por el concepto de método de la ciencia moderna y se extiende a formas de experiencia -tales como la del arte, la de la historia y la de la filosofía- que tienen un carácter pre-científico y elevan una pretensión de verdad tan legítima como la de la ciencia. Sólo así será posible liberar a las ciencias del espíritu de una confrontación teórica con un modelo de cientificidad que les es fundamentalmente extraño y escapar a las aporías del historicismo y a los planteamientos epistemológicos neokantianos. De esta forma, Gadamer está reivindicando otro modelo de racionalidad que, como veremos, se perfilará en sintonía con la ciencia práctica de Aristóteles.

La «hermenéutica» para Gadamer designa, entonces, «el carácter fundamentalmente móvil del «Dasein» que abarca el conjunto de la experiencia humana del mundo. Todo lo que el hombre puede experimentar se incluye en este ámbito abarcante del fenómeno de la comprensión. No se puede hablar, por tanto, de comprensión en el sentido de un comportamiento subjetivo respecto a un objeto dado. La comprensión, tal y como la entiende Gadamer, no se dirige a un tú como objeto, ni pretende reconstruir una vivencia, ni tampoco se reduce a la transposición de un sujeto en otro -como en Schleiermacher y Dilthey-, sino más bien a un contenido de verdad que penetra y actúa en el ámbito de nuestra existencia. Comprender es estar siempre expuesto a un hacer y actuar que no es el hacer y el actuar de la subjetividad moderna, sino el hacer de la historia y de la tradición que determinan al sujeto, en el aquí y el ahora, y provocan la apertura hacia el diálogo que es la comprensión.

La hermenéutica filosófica gadameriana hay que en- tenderla, por tanto, en términos de experiencia. «La filosofía "hermenéutica" se entiende, no como una posición "absoluta, sino como un camino de experiencia" (VM 11, 399). Pero el significado que se otorga a esta forma de experiencia no es el de la ciencia, pues la hermenéutica en cuanto experiencia se entiende como un acontecer, en el que nadie es dueño y todo se ordena de una forma realmente impenetrable. La auténtica experiencia es la que uno hace e implica que algo nos sale al encuentro, de tal manera que uno confirma su propia experiencia después de la realización de la experiencia en cuanto tal. Todo ello significa, por una parte, que el sujeto del acontecer de la experiencia no es el sujeto humano sino la movilidad de la propia experiencia; por otra parte, la determinación del carácter no objetivable de la experiencia se explica como una consecuencia de la aplicación de un modelo gnoseológico en el que el sujeto y objeto se implican en un acontecer de mediación recíproca y no como dominio del sujeto sobre el objeto.

En su análisis sobre la estructura de la experiencia hermenéutica Gadamer nos remite continuamente a Hegel y al movimiento dialéctico de la conciencia, esto es, al modelo de la experiencia de la conciencia tal y como se desarrolla en su Fenomenología del Espíritu. En ese proceso experiencias de la conciencia aparece en un primer plano la negatividad propia de toda experiencia. Es decir, toda experiencia es negativa: siempre experimentamos algo que no es como habíamos supuesto, de tal manera que en toda experiencia sabemos otra cosa que antes no sabíamos y sabemos más. El camino de la experiencia conduce entonces a un saberse. Pero ninguna experiencia se consuma en un saber absoluto, sino que siempre está abierta a nuevas experiencias.

He aquí por qué la dimensión de la finitud, que forma parte de la esencia histórica del hombre, constituye a juicio de Gadamer «el fundamento más determinante del fenómeno hermenéutico». Tal vez por eso no pocas veces se ha interpretado su hermenéutica como una hermenéutica existencia, en la medida en que la conciencia que podemos tener de nuestra propia determinación histórica implica al mismo tiempo la conciencia de una razón limitada y finita. Siempre cabe la posibilidad de comprender más y mejor, puesto que la apertura y la historicidad propia de la experiencia hermenéutica determinan ese grado de disposición de dejarse decir lo que se trasmite desde la tradición. Así pues, la experiencia humana es experiencia de la finitud humana. «Es experimentado en el auténtico sentido de la palabra aquél que es consciente de esta limitación. Aquél que sabe que no es señor ni del tiempo ni del futuro; pues el hombre experimentado conoce los límites de toda previsión y la inseguridad de todo plan» (VM, 433).


LA ESTRUCTURA DIALÓGICA DE LA HERMENÉUTICA

Para entender y explicar la estructura de la comprensión, Gadamer propone una serie de modelos que determinan analógicamente el sentido de la experiencia hermenéutica y, al mismo tiempo, dejan ver la herencia heideggeriana en su marcada proyección ontológica. Tomemos en primer lugar la referencia a la obra de arte y al juego.

El modelo de la obra de arte y el juego. Parece obvio y fuera de toda duda que la experiencia de la obra de arte implica un comprender, es decir, representa por sí misma un fenómeno hermenéutica, en la medida en que el comprender forma parte del encuentro con la obra de arte. Hay pues, en la experiencia del arte en general una auténtica experiencia que no deja inalterado al que la hace. Por eso Gadamer se pregunta por el «modo de ser» de la obra de arte. Y el modo de dar respuesta a esa pregunta es a través del concepto del juego,  pero liberado de toda carga subjetiva que presenta en Kant y en Schiller.

La primera característica que se señala es que el modo de ser del juego no permite que el jugador se comporte respecto a él como si fuera un objeto, ni tampoco que se entienda a partir de la reflexión subjetiva del jugador. Aplicado al arte, la obra de arte no es ningún objeto frente al que se halle un sujeto. El «sujeto» de la experiencia del arte no es la subjetividad del que hace la experiencia, sino la obra misma de arte. Lo mismo sucede en el juego. El sujeto del juego no son los jugadores, sino que ellos son simplemente ocasión para que el propio juego acceda a su manifestación, pues el propio juego, con sus reglas, es una totalidad de significado que supera a los jugadores mismos. Como dice el propio Gadamer, rememorando el lenguaje heideggeriano, «el juego juega», es decir, es el propio juego el que se juega o desarrolla en un movimiento de «vaivén» que no tiene final. El sujeto mismo es el juego, dándose una primacía de éste sobre los jugadores.

El movimiento de la autorrepresentación. Todo esto permite destacar que el juego «se limita realmente a representarse. Su modo de ser es, pues la autorrepresentación» (VM, 151). La autorrepresentación del juego hace que el jugador logre la suya propia jugando a algo, es decir, representándolo. El juego representado es el que habla al espectador en virtud de su representación, de ahí que el espectador forme parte de él. Pues bien, para Gadamer la obra de arte es juego. Este quiere decir que su verdadero ser no se puede separar de su representación, pero teniendo en cuenta que por muchas transformaciones que experimente, no deja de seguir siendo la misma.

De esta forma, la interpretación de la obra de arte adquiere en Gadamer connotaciones fundamentales. De la misma manera que se dice que el ser de la obra de arte es un juego que sólo se cumple en su recepción por el espectador, de los textos hay que decir que sólo en su comprensión se produce su vivificación. Cualquier obra de arte habrá que comprenderla de la misma manera que se comprende, por ejemplo, un texto. Hay pues una similitud en cuanto a la estructura entre la experiencia estética y la experiencia hermenéutica. De la misma manera que el intérprete y receptor de la obra pertenece a ese juego que es la obra misma, del mismo modo lo histórico pertenece a la misma tradición de la que forma parte el texto o el acontecimiento que él debe reconstruir interpretando.

El modelo de la experiencia del tú. Gadamer establece también una analogía entre la experiencia dialógica con el «tú» y la experiencia de la tradición: «la tradición no es simplemente un acontecer que uno reconoce a través de la experiencia…, es más bien un lenguaje, habla desde sí misma como si fuera un "tú"» (VM, 365). Se considera, pues, a la tradición corno a un auténtico partner del diálogo. Esta alteridad que Gadamer reconoce a la tradición le permite afirmar, entre otras cosas, que «la tradición hace oír sus voces», «habla por sí misma» etc. Este rango que se le otorga a la tradición como si fuera un «tu», admite una serie de matices.

No se trata, en primer lugar, de aquella experiencia del tú en la que se identifica al otro con aquello que pertenece al campo de mi experiencia. Es decir, se busca clasificar al otro metodológicamente dentro de ideas-tipo, con el fin de poder controlarlo y dominarlo. Tampoco se trata de una relación en la que el otro queda integrado en la propia subjetividad, obviando cualquier relación recíproca auténtica. Aunque se da una cierta dialéctica, la comunicación intersubjetiva es pura apariencia. Esta es la forma de experiencia relativa a la conciencia histórica, que busca en el pasado aquello que es históricamente único.

El modelo del diálogo socrático. Como vimos anteriormente, la experiencia tiene la estructura de la pregunta, porque tanto la apertura como la negatividad que le son propias constituyen dos características esenciales del preguntar. Pero preguntar significa abrir y determinar la dirección del saber; por lo tanto toda pregunta comporta la negatividad inherente de un no saber determinado, de un «saber que no se sabe». De ahí que la pregunta, siempre insatisfecha, se instale en la reiteración, es decir, en preguntar y seguir preguntando. Esta primacía de la pregunta, que es esencial a la hermenéutica, demuestra que «la estrecha relación que aparece entre preguntar y comprender es la que da a la experiencia hermenéutica su verdadera dimensión. El que quiere comprender puede desde luego dejar en suspenso la verdad de su referencia; puede desde luego haber retrocedido desde la referencia inmediata de la cosa a la referencia de sentido como tal, y considerar ésta no como verdad sino simplemente como algo con sentido, de manera que la posibilidad de verdad quede en suspenso: este poner en suspenso es la verdadera esencia original del preguntar» (VM, 453).

Para ilustrar la relación existente entre el preguntar y el saber, Gadamer se remite al modelo del diálogo socrático. Sócrates demostró que el que tiene la seguridad de saberlo todo es incapaz de preguntar. Ahora bien, el «arte de preguntar» en los diálogos socráticos no es un instrumento con el que uno se puede apoderar de una verdad. El arte de preguntar, que es el arte de pensar, es el arte de conducir un diálogo para que advenga el saber. «Conducir un diálogo -dice Gadamer- quiere decir ponerse bajo la dirección de la cosa sobre la que se orientan los interlocutores» (VM, 556). Se da, por tanto, una primacía del diálogo respecto a los interlocutores. Esto se manifiesta, lo mismo que en el juego y en la obra de arte, en la fascinación que ejerce el propio diálogo sobre los propios interlocutores. La dinámica de preguntas y respuestas envuelve a los propios dialogantes, de tal manera que ellos mismos, en realidad, son conducidos y guiados por el mismo diálogo.

De la enseñanza socrática se puede también deducir que en el diálogo es la «cosa misma» la que se «autorrepresenta». En él lo verdaderamente importante es, en sentido dialéctico, «el hacer de la cosa misma» y el desplegarse de sus posibilidades. «Es la cosa misma -dice Gadamer- la que logra hacerse valer en cuanto uno se entrega por completo a la fuerza del pensar y no deja valer las ideas y opiniones que parecían comprensibles en sí mismas» (VM, 556). Por eso suele decirse que la pregunta «se impone», es algo que «irrumpe», que «se pone», «surge», etc. De ahí que el propio preguntar sea más un «padecer» que un hacer. La productividad mayéutica del diálogo socrático muestra la articulación de una verdad que se hace lenguaje y reúne a los interlocutores en un acuerdo en la cosa misma. Así pues, lo mismo que en el juego, también en el diálogo hermenéutica no es la subjetividad aislada de los interlocutores el sujeto auténtico, sino siempre una instancia superior.
           



[1] La investigación más reciente (Benveniste) pone en duda que la etimología de la palabra tenga alguna         relación con el dios Hermes, como sugiere el uso verbal y la etimología antigua.
[2] Platón. Políticos 260d.
[3] Epinomis 975 c
[4] Focio, Bibl. 7; Platón, Ion 534e; Legg, 907 d.
[5] Focio, Bibl. 7; Platón, Ion 534 e; Legg. 907 d.
[6] Cf. la exposición de L. Geldsetzer en la introducción a la reimpresión de G. F. Maier, versuch einer allgemeinen Auslegungskunst (1965), especialmente, Xs.
[7] Chr. Wolff, Philosophia  rationalis sive logica (1732) 3 parte, 3 sec., cap. 6,7. 
[8] J.A. Chladenius, Einl. Zur richtigen Auslegung vernunftiger Reden und Schriften (1742 –reinpr. 1970)



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